Escudo de Castelserás

La tabla policroma con el escudo de la villa que se encuentra en el Ayuntamiento es obra y donación suya. La joven que sostiene el escudo entre las manos es su sobrina Leopoldina Anglés

Francisco Marín Bagüés

Autorretrato (fragmento)

EXPOSICIÓN ANTOLÓGICA

Pinturas y dibujos

Exposiciones

     

 

BIOGRAFÍA

Texto de Manuel García Guatas que realizó su tesis doctoral sobre la obra de Marín Bagües.

El Doctor García Guatas fue el encargado, tanto de la selección de la muestra antológica, como del catálogo de la Exposición Antológica que se realizó en el año 1979 con motivo del centenario del nacimiento de Francisco Marín Bagües.

Infancia y adolescencia

Quiero señalar a través de la obligada y apretada ficha familiar con la que se abre la biografía de todo artista que el nacimiento y los primeros años de Francisco Marín Bagües no estuvieron arropados por antecedentes familiares o ambientales que le predestinaran a ser pintor. Al contrario, ni el pueblo monegrino ni el medio familiar favorecieron su precoz e introvertida sensibilidad artística, su vocación diríamos, por pensar y expresarse con el dibujo y el color.

Nació en Leciñena, casi a las puertas de Zaragoza, el 16 de de octubre de 1879. Fue el último de siete hermanos, criados en el apacible y acomodado ambiente de una familia diferenciada profesionalmente en un pueblo de labradores.

Su padre, Ignacio Marín y Ortiz, natural de la provincia de Soria, ejercía la profesión de veterinario. La madre, Bárbara Bagües Alvero, pertenecía a una familia de Leciñena. A los dos únicos varones procurará el padre estudios superiores. Ignacio, el segundo de todos los hermanos, seguirá la carrera eclesiástica y servirá como coadjutor en la zaragozana parroquia de Altabás, en el Arrabal: Durante los años escolares de Francisco en Leciñena, será un maestro quien, como ha sucedido siempre en los pueblos aragoneses cuando tenían maestros, descubra su vocación; sus habilidades para el dibujo y su temperamento sensible, observador y callado que apuntaban a un artista en ciernes.

Sin embargo, el padre, como recordará el mismo pintor en su vejez, se opuso rotundamente desde el principio a esa infantil afición “porque –decía- los artistas es difícil que logren un porvenir brillante”. Y lo lleva a Zaragoza a estudiar el bachillerato que, a regañadientes, cursará hasta 1894 en que muere su padre. Esta prematura orfandad supuso, contrariamente una auténtica liberación. Su hermano sacerdote con el que vivía el todavía adolescente Francisco asumirá el papel de tutor y hermano mayor: En su tertulia en la farmacia de los Sánchez de Rojas en el Arrabal le animaron para que llevara al muchacho, como primera medida, al estudio que el pintor de Zuera, Mariano Oliver Aznar, hombre de formación y procedimientos académicos, pero severamente pintor en su tierra natal.

A decir verdad, el pintor de Zuera le abrió a Marín Bagües el camino, pero la mano del maestro apenas dejará huella en las primeras obras del joven y aventajado discípulo.

En 1899, después de cumplir su servicio militar en el Regimiento de Infantería “La Albufera n1 26” con plaza en Lérida, Marín Bagües, de vuelta a Zaragoza se matricula en la Escuela Elemental de Artes Industriales.

 

 Zaragoza y Madrid: su formación artística

Muy tardío puede parecer este comienzo de la formación artística de un aspirante a pintor de veinte años, sobre todo si buscamos una comparación con la situación de nuestro tiempo. Pero ¿qué otras posibilidades ofrecía una ciudad como Zaragoza a finales del siglo XIX?

Pues muy limitadas y desalentadoras para todo aquel joven que no contase con recursos familiares o recomendaciones para ampliar posteriormente sus estudios fuera de la ciudad.

El ambiente artístico zaragozano, aparte de las tertulias de élite y del restringido ambiente universitario, puede valorarse como empobrecido en su vida cotidiana. El raquítico Museo Provincial, después de un último traslado se encontraba cerrado. Carecía la ciudad de una actividad expositora, tanto individual como colectiva (desde la gran exposición industrial y artística de 1885-86 pasarán ocho años hasta la de 1898). Fuera de los estudios de algunos pintores y de la Academia de dibujo patrocinada por el Ateneo, únicamente la mencionada Escuela de Artes Industriales podía ofrecer una permanente formación académica, condicionada por su misma orientación prioritariamente enfocada a las artes industriales y artesanales y dirigida por escultores como Dionisio Lasuén y Carlos Palao.

 

En esta Escuela seguirá Francisco Marín tres cursos completos, destacando precisamente en la disciplina de Dibujo del Antiguo, o con vaciados, impartida por Carlos Palao. Éste duro aprendizaje en la constante práctica del dibujo, dirigido por la mano de un escultor, dejará un permanente hábito en toda la obra de Marín Bagües hacia la precisión de los trazos y la sobriedad expresiva casi escultóricas.

En 1903 ingresa con el número uno en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. Es acompañado por el erudito y arqueólogo Juan Cabré Aguiló, a quien en Zaragoza había recomendado a su vez al joven pintor don Pantaleón Montserrat, coleccionista de obras de Arte y propietario de la torre parque-botánico de Buril. El escalonado mecanismo de recomendaciones para introducirse en los ambientes artísticos de la Corte continúa hasta que es presentado en el estudio-taller del pintor Hipólito Gómez de Caviedes, donde completará sus estudios de la Academia con el dibujo de modelo vivo.

Durante tres cursos seguirá las siguientes asignaturas: Teoría e Historia Perspectiva, Anatomía artística, Antiguo y Ropajes, Natural, Paisaje, Colorido y Composición. Destacó por su excelente expediente y sobre todo en la asignatura de Antiguo y Ropajes, impartida por el conocido pintor de historia; Moreno Carbonero, quien le concedió la medalla del curso. Sus obligadas prácticas de copias en el Museo del Prado se centraron significativamente en los bufones y retratos de Velásquez. Apuntaba ya Marín, además de unas dotes de retratista preciso y diestro, una agudeza visual para penetrar en la personalidad de los modelos, para seleccionar aquellas facetas más expresivas y definidoras de un carácter o temperamento.

Aunque sea anecdóticamente, el mismo Ramón Casas, con el que casualmente coincidiría en algunas sesiones de copias en El Prado, elogiará y animará, de maestro a alumno, al joven Marín en su camino como retratista. Lamentablemente, los posteriores retratos, por compromiso o necesidad personal, restringirrán en algunos casos su espontaneidad expresiva, pero, sin embargo, mantendrá siempre en todos ellos una noble serenidad de formación, diríamos, velazqueña.

 

La Exposición de 1908 y la pensión de la Diputación

Desde 1905, Marín Bagües, participa en los anuales concursos de pintura, que por primera vez reanimaban la vida artística local, patrocinados por los duques de Villahermosa-Guaqui.

El mérito que situará al joven Marín a la cabeza de los pintores aragoneses no consistió únicamente en haber conseguido el primer premio durante tres concursos consecutivos, sino el haber sido premiado antes que otros pintores mayores como Juan José Gárate, Abel Bueno e incluso su primer maestro Oliever Aznar. Esto ocurría en 1905. Marín empezaba a dejar de ser un desconocido, a pesar de la errata, de Emilio por Francisco, con que fue publicado su nombre en la prensa zaragozana.

También en los dos años siguientes recibió Marín el primer premio, esta vez en competencia con los pintores de su generación, y también fue para él la primera crítica individual, sumamente importante por venir de la pluma de Dionisio Lasuén, un reconocido educador del gusto artístico aragonés en los comienzos de este siglo.

“El primer lugar de pintura ha sido concedido por el juzgado a D. francisco Marín Bagües, nombre hoy desconocido; pero que o mucho me engaño o está llamado a dar que hablar. Tengo gran fe en sus condiciones de artista. En el concurso anterior (de 1905), presentó un cuadro de mujeres netas de la tierra, tan bien dibujado y tan sinceramente pintado, que desde luego, se llevó mi atención. El cuadro que hoy destaca sobre todos los suyos, es uno de baturros, catando vino; son tres figuras hechas vigorosamente, con grandes alientos y extraordinaria firmeza; bien encajadas, bien de carácter, quizá poco construida alguna de ellas”

Marín Bagües destacaba por su pintura regional, la primea que se hacía en Aragón con un sentido estético expresivo e inspirada directamente en el natural, sin efectos de guardarropía ni embellecedoras composiciones teatrales. Era la expresión plática del Regeneracionismo aragonés, que, por estos años empezaba a manifestarse con pujanza en todos los aspectos de la vida de la ciudad, alentado por una burguesía emprendedora.

En el terreno artístico el panorama era igualmente prometedor y activo. La Revista de Aragón, las nuevas construcciones en el estilo más internacional del momento: el modernismo, el auge de los talleres familiares de escultores y los preparativos de la Gran Exposición del Centenario de los Sitios indicaban que Zaragoza había entrado definitivamente en la vida de un nuevo siglo.

A la Exposición Hispanofrancesa de 1908 concurrieron casi todos los pintores aragoneses dentro de la nutrida representación de las distintas regiones españolas. Marín Bagües con sus cuadros de temas aragoneses iba a recibir el refrendo de pintor más representativo del arte aragonés en este grandioso marco internacional.

El crítico José Valenzuela La Rosa resumía en un apretado comentario la personalidad y significación de su aportación artística, muy destacadas de los restantes pintores aragoneses.

“El más ínfimo mérito de Marín consiste en pintar bien, en dominar la técnica con la soltura que hace presagiar la formación de un artista de cuerpo entero; lo esencial en sus obras es el espíritu, el alma que tienen, reveladora de una previa intensa emoción recibida por el autor”

Este envidiable éxito que acompañaba los comienzos artísticos de Marín Bagües no había sido logrado hasta entonces por otro pintor aragonés, salvo Francisco Pradilla desde Madrid a su vuelta de Roma. Precisamente en este mismo año de 1908 Marín iba a redondear su expediente académico con el soñado viaje a Italia.

La Diputación de Zaragoza había anunciado a oposición la plaza de pensionado en la Academia de Bellas Artes en Roma, convocatoria que suscitó una gran rivalidad  entre los jóvenes, ya que hacía bastantes años que no se convocaba.

Esta plaza se concedía por tres años, con una dotación anual de 2.500 pesetas, obligándose el ganador a enviar dos cuadros, “debiendo ser ambos producciones alusivas a asuntos de la historia de Aragón”, como puntualizaban las mismas bases de la convocatoria.

En este sentido, la Diputación de Zaragoza, lo mismo que las restantes de España que tenían establecido este sistema de pensionado, prolongaba erróneamente en pleno siglo XX la tradición decimonónica de enviar a Roma a los pintores más capacitados y de obligarles a demostrar su aprovechamiento con la elaboración de grandes lienzos de historia arqueologizante.

Mientras que en Europa, desde la década de 1870, los sucesivos movimientos artísticos de vanguardia habían desplazado a Roma como centro creador, en España la enseñanza académica y oficial seguía olvidando toda renovación acaecida en París , Alemania o en los Países Bajos, y, rutinariamente aferrada a los cuadros con asunto erudito, prolongaba el género histórico como suprema reválida para todo artista que luego quisiera triunfar en España. Así habían empezado en Aragón Pradilla y Barbasán, entre los más destacados pensionados que habían precedido a Marín Bagües.

Entre los aspirantes a esta plaza se encontraban junto con nuestro pintor, Santiago Pelegrín, Julio García Condoy, Casto Pérez y Justino Gil Bergasa. El riguroso programa establecía el siguiente orden de ejercicios:

“I. Una figura dibujada del modelo vivo desnudo, tamaño de Academia, en seis días, a tres horas diarias. – II. Un torso pintado al óleo, de tamaño natural, en el mismo número de días y horas. – III. Un boceto de un cuadro hecho al claro-oscuro por procedimiento libre, en un día natural, sobre un asunto de costumbres sacado a la suerte; del cual boceto se hará un cuadro en el plazo de treinta días hábiles”

El tema del tercer y definitivo ejercicio no podía ser otro que el de costumbres aragonesas: “Baturros pulseando en una posada. Testigos, otro baturro, un soldado y la moza de la posada”. Marín Bagües ganaba indiscutiblemente la plaza y en enero de 1909 embarcaba para Italia.

 

Roma y Florencia

Los cuatro años –de 1909 a 1912- que va a repartir entre Roma y Florencia fueron sin duda los más felices de toda la vida de Marín. Cuando en los años de su solitaria madurez recuerde desde Zaragoza su estancia en Florencia, lo hará con dolorosa nostalgia, sin palabras con los pinceles, reelaborando paisajes de los jardines Bóboli o versiones íntimas de los grandes cuadros que le proporcionan ilusiones y fama.

Cuando llegó a Roma se encontró con un ambiente preparado por aragoneses . Pradilla, Salinas y recientemente, Barbasán, definitivamente cautivado por la luz y el tipismo de Subiaco y Antícoli Corrado, y Hermenegildo Estevan, secretario perpetuo de la Academia española, fueron los que, a falta de una escuela aragonesa de pintura, dejaron constancia con su solvencia artística de toda una región.

Marín siguió los cursos de la Academia , pero se abrió a otras amistades internacionales que poco de innovador aportaron a su arte. Claro que tampoco era mucho lo que Roma podía brindar en esos momentos como centro de re unión de grupos nacionales. Todos sus amigos recordados y efigiados eran centroeropeos y perfectamente desconocidos: el polaco Wenceslao Tarlo, el ruso Gurwiz y un grupo de expresionistas-simbolistas, germanos, admiradores de Arnold Böcklin y Franz von Stuck, quienes a su vez, retrocediendo en el tiempo, enlazaban artísticamente con el prerrafaelismo inglés o los nazarenos alemanes.

Equívocamente, el sobrio expresionismo de sus propios tipos regionales aragoneses, pintados del natural, encontrará cierta satisfacción en este otro más teatral, lleno de morbosos simbolismos erótico-mitológicos, como rememorará en los dibujos y grabados de su época de crisis. A través de estos primeros descubrirá Marín el modernismo simbolista y decorativo que dejará magníficamente expresado en su primer gran cuadro de historia, como pensionado, fechado en Roma en 1910: “Santa Isabel de Portugal”. De un modo libre e imaginativo Marín abordará en este cuadro de historia exclusivamente los planteamientos artísticos, dejando de lado los problemas arqueologizantes de una representación historiada. La misma composición en forma de tríptico, de moda por esos años para la pintura de carácter simbolista, la gama cromática de acharolados tonos verdes, rosas y cremas y la constante insistencia en la línea ondulada pertenecen por entero al más exquisito vocabulario modernista.

El cuadro, sin embargo, no gustó en Zaragoza, o, al menos no se le prestó mucha atención. Tampoco tuvo éxito en la Exposición Nacional de ese año, en la que fue premiado con medalla de tercera clase el retrato de su madre, dentro de la más pura tradición del claro-oscuro.

En enero de 1911 se instala Marín en Florencia, donde permanecerá, después de prorrogarle un año más la pensión, dos años dedicado, libre de las exigencias de la Academia, al estudio de la pintura florentina del siglo XV y de la veneciana, ciudad a la que realiza repetidas visitas. Van a ser también los años de disfrutar una vida bohemia entre estrecheces compartidas con amigos pintores centroeuropeos. Su abundante correspondencia retrata a un pintor ilusionado que nada más llegar va ordenando y haciendo apresurado inventario de todas las sensaciones que va viviendo.

A los pocos días de su llegada le escribe a su madre con el candor de un colegial el lugar donde se hospeda:

“Por fin estoy instalado definitivamente. Vivo en casa de una viuda en un cuartito pequeño pero lleno de aire y de sol. Tiene una gran ventana abierta en un grueso muro, tan grueso que en el espacio hueco tengo una pequeña mesita que me sirve de escritorio. Está un poco mejor arreglado que el que tenía en casa de Pamaki y bastante más limpio. Tengo una cama de las llamadas fraileras, mesilla, un lavabo, una cómoda, una butaca que parece un canapé. Me cuesta veintidós francos al mes. Como en una trattoria y me llevan 75 francos al mes por dos comidas diarias, y ahora sólo me falta encontrar estudio y comenzar a trabajar de recio. La dirección es: Via degli Artista nº 1 primero piano destra. Firenze. Esta calle está a las afueras de la ciudad y desde la ventana, a la izquierda, se ven los montes Fiésoli”. El Durante el verano de este año, un prolongado viaje a París y los Países Bajos le va a descubrir el arte más vanguardista que se está haciendo en Europa. Cuando llega a París acaba de celebrarse la exposición del XXVII Salón de los Independientes que ha reunido obras del grupo de pintores cubistas como Gleizes, Leger, La Fresnay, Marcel Duchamp y Delaunay con su serie sobre la Torre Eiffel. En Montparnasse, donde se hospedará Marín durante más de un mes, tienen lugar las más variadas conexiones entre artistas y grupos como los que poco después reunirán a los pintores futuristas italianos con el grupo cubista de Picasso, Braque y Apollinaire. El Un año más tarde, durante el mes de febrero, Marín debió visitar en París la exposición futurista, cuyo catálogo conservó lleno de curiosas anotaciones y divagaciones personales.

Pero la gran empresa que le tiene ocupado todo este año de 1912 es el último envió que debe realizar como pensionado. Se trata esta vez de un cuadro que debe ajustarse fielmente al tema histórico de los Compromisos de Caspe, cuyo quinto centenario se celebra precisamente ese mismo año en Zaragoza.

La generosidad con que preparó los abundantes bocetos ilustran paso a paso todo un laborioso proceso creador que casi al final está incluso dispuesto a corregir de nuevo. El diez de junio, con motivo de la onomástica de su hermana Antonia, le da cuenta del estado de su obra:

“…El cuadro si no lo tengo acabado le falta poco, de no ser que a la vuelta de Venecia lo encuentre tan mal que lo vuelva a hacer de nuevo. Ahora lo dejo unos días, pues ya no veía lo que hacía y así después veré mejor lo que me falta de hacer…”

El 15 de julio remataba definitivamente su obra y pocos días después abandonaba Italia con la ilusión de volver.

 

Zaragoza: éxito, crisis y soledad creadora

La vuelta de Marín a Zaragoza fue acogida, y así lo entendió el mismo, como la recuperación definitiva de un pintor aragonés de comprobada categoría; sobre todo después que la crítica, descubriera y elogiara unánimemente la obra que acababa de traer de Italia. Un cuadro de historia diferente a todos los demás por el tema carente de efectismos y por su técnica, como resumía el crítico Valenzuela de la Rosa, “de factura moderna y concepción clásica”.

Marín encuentra el ambiente idóneo para establecerse permanentemente en Zaragoza. En 1913 es nombrado Conservador de la sección de pintura del recién inaugurado Museo Provincial. Allí, en el ático, instalará su estudio particular en el que trabajará hasta el final de sus días.

Durante el verano se retira a Castelserás, donde vuelve a reencontrar los viejos temas de costumbre regionales que ahora quiere llevar a unas dimensiones similares a las de sus cuadros de historia. Así concibe el cuadro de “El Pan Bendito”, laboriosamente preparado mediante sucesivos apuntes y bocetos. Pero su simétrica y estudiada concepción teatral en la disposición de las figuras y la ambientación decorativa de los fondos descubren una puesta en escena y unos efectos expresionistas de raigambre zuloaguesca.

Efectivamente Ignacio Zuloaga está por estos años muy vinculado con el ambiente artístico de Zaragoza, empecinado en la recuperación del recuerdo físico de Goya en Fuendetodos. Su pintura está también de moda, aunque con reticencias oficiales por sus temas, dicen, antipatriotas. No fe un genio; pero tenía un gesto caballeresco y desinteresado, un desenfado muy a tono con el temperamento aragonés. Por eso fue muy bien acogido en Zaragoza y contemplado por los pintores de la generación de Marín como el animador de una posible escuela pictórica aragonesa.

Durante los inviernos, una ininterrumpida labor de retratista le tiene constantemente ocupado a Marín en Zaragoza. Retratos de vivos y difuntos de las clases bien de la ciudad y de las personalidades más relevantes, junto con pequeños cuadritos con escenas regionales, son los encargos más solicitados por quienes pasan por su estudio. Marín frecuenta los ambientes cultos y selectos de la ciudad, es asiduo asistente de los conciertos de la Filarmónica, mantiene relaciones con sus amigos pintores europeos, incluso proyecta un viaje artístico por Alemania que la guerra europea detiene.

La Exposición Nacional de 1915 a la que presenta su cuadro del os Compromisarios supone para el pintor una profunda desilusión al concederle solamente la segunda medalla. Aquí comienza su período de crisis que iba a derrumbar sus ilusiones. Serán a partir de ahora, como el mismo puntualizaba, “los años trágicos”.

A una serie de conflictos íntimos y a su mismo temperamento impulsivo se añaden este relativo fracaso de la Exposición Nacional y unas injustas responsabilidades por la supuesta desaparición de una pieza arqueológica del Museo de Zaragoza. Todo ello desencadenará una grave crisis de salud mental hasta el extremo de ser internado, a comienzos del mes de mayo de 1916, en el manicomio de Reus, donde, a pesar de su breve estancia, se agravará más su desequilibrio mental. Poco después se recuperaba con sus familiares, pero a pesar de su reintegración pública al ser nombrado en 1918 Académico de número de la de San Luis de Zaragoza, su salud mental quedará sensiblemente quebrantada.

Tampoco el ambiente económico zaragozano era favorable en estos momentos para el mantenimiento de los signos externos de su prestigio. Con la crisis de la finalización de la guerra, los encargos sufren una ostensible restricción, denunciada llanamente por la misma prensa local.

Los años veinte fueron muy poco felices para el arte aragonés. Al cambio generacional que acontece con la muerte de los viejos pintores, los más jóvenes responden con la emigración. Marín Bagües decidió quedarse en Zaragoza, aislándose en s mundo personal para seguir una inquebrantable línea de revisión de su pintura y experimentación de nuevos procedimientos artísticos.

De momento, como primera y voluntaria medida, abandona casi por completo la práctica de su pintura. Su gran cuadro de “Las Tres Edades”, firmado en 1919, cierra con su brillante y nostálgico simbolismo el período de pintura regionalista. Marín investiga en la sobriedad del dibujo y en la monocromía del grabado un nuevo lenguaje con el que dar salida a su conflictivo mundo interior. Los temas se dramatizan bien con figuras alegóricas de confuso significado o con visiones expresionistas de la realidad.

Durante toda la década de los años veinte la actividad artística de Marín es escasa, solitaria y equivocada muchas veces, como cuando se encierra en sus personales investigaciones históricas y arqueológicas en detrimento de los planteamientos plásticos. Empieza de un modo autodidacta a experimentar con el grabado el aguafuerte, ensaya incluso el modelado escultórico, la incisión de medallas, la decoración de marcos para sus cuadros, en fin, parece como si obstinadamente quisiera olvidar el color y volver a empezar de nuevo.

Una de las huellas más profundas y permanentes que dejará su crisis, llegando a modificar su temperamento, será su aislacionismo artístico. Desde 1916 no volverá a exponer en Zaragoza hasta 1951 y su recortada participación en otras exposiciones fuera de Aragón será siempre como compromiso y con los mismos cuadros. Igualmente, su reclusión artística llegará hasta el extremo de negarse a vender obra alguna, postura que mantendrá hasta sus últimos días. Demostrará una, a veces colérica, desconfianza hacia otros artistas, obsesionado por el plagio.

Solamente cuando salga de su estudio y de Zaragoza y realice en 1926 una prolongada estancia con sus familiares en León o durante todos los veranos en Castelserás, donde se siente acompañado por el respeto de los vecinos y el cariño de sus familiares, parece encontrar la medida para el equilibrio de su espíritu, recreándose en los paisajes de ascética soledad que magnifica en envolventes perspectivas, o en rincones urbanos en los que la arquitectura se deforma teatralmente. En todas estas series de dibujos la figura humana desaparece por completo.

De los diversos apuntes van surgiendo ideas que luego, como en la primera versión de la catedral de León, de 1926, o en el Gallopuente, de 1928, llevará al lienzo, copiando sendos pequeños dibujos. Sin embargo, la técnica pictórica y la intención estética son totalmente nuevas, desvinculadas de su pasado.

A sus anteriores preocupaciones por la luz y el relieve como elementos que dan plasticidad al objeto, ahora busca otros aspectos enriquecedores de la figura: el movimiento y la deformación de la perspectiva y de los planos para lograr una visión dinámica y simultánea de las formas.

Los modelos a los que vuelve su memoria son el Futurismo italiano y el cubismo de Delaunay con sus variantes cromáticas. Sobre todo será la estética de Delaunay la que guíe más próximamente sus deformantes visiones de la realidad que capta como a través de un objetivo de gran angular.

De este modo concibe y disloca en 1932 la visión panorámica de Zaragoza como monumental fondo del cuadro de “La Jota”, o fragmenta en planos de color y en quebradas líneas de cuerpos de los joteros para sugerir la sensación de movimiento.

En su ensoñadora visión veraniega del Ebro, como playa de Zaragoza, vuelve a una similar visión panorámica envolvente con sus lánguidas y decorativas curvas que cierran de un modo asfixiante todo el espacio. Una sensación de caliginosa indolencia parece deformar igualmente los cuerpos de los bañistas.

Cuando Marín, como en este cuadro, trata la figura en reposo, lo hace con diminutos planos de color, en los que la sombra y la luz forman zonas aristadas, escultóricas casi. De este lenguaje plástico neocubista, de moda en España tras la vuelta de Vázquez Díaz de París, adopta nuestro pintor una áspera entonación mate, absorbente y seca, para situar de un modo nuevo las figuras en su espacio y ambiente circundantes.

En vísperas de la guerra civil, el proyecto de completar la decoración pictórica mural del templo del Pilar hizo revivir las ilusiones de Marín Bagües. Empezó a trabajar concienzudamente el programa iconográfico que debía continuar el tema de las Letanías. Incluso elaboró media docena de bocetos al óleo para decorar las pechinas con parejas de ángeles y unas paganizantes imágenes mitológicas. Pero la empresa, en la que de un modo oficioso se había comprometido el pintor, era desproporcionada para sus años –rozando ya los sesenta- y para el sistema de trabajo empleado –diminutos dibujos con temas que debían cubrir los amplísimos y deformados espacios de las cúpulas y bóvedas-. La guerra hizo olvidar el proyecto, salvo para Marín que continuó trabajando en solitario sobre los temas marianos, a falta de otros encargos que le permitiesen superar las estrecheces y apuros económicos que padeció en la Zaragoza de la retaguardia.

 

La Posguerra: de la pintura de sociedad a la renovación estética

Paradójicamente, los primeros años de la posguerra representaron una sorprendente actividad del comercio de arte en Zaragoza. Frente a la restricción y racionamiento artístico de los cuarenta años anteriores, en los que la única sala que reunió toda la vida expositora de la ciudad fue la del Centro Mercantil, ahora entre 1940 y 1944, se abren sucesivamente no menos de seis salas o galerias. Se recuperan en repetidas muestras antológicas a los viejos pintores aragoneses fallecidos, como Barbasán, Gascón de Gotor, Pallarés, Gárate, o se da paso a los jóvenes que militan en un realismo expresivo o embellecedor. También tuvieron un destacado sitio los pintores nacionales como los de la llamada Escuela de Madrid que iniciaban un cálido y ruralizante camino de vuelta al natural.

Marín Bagües, inquebrantablemente fiel a sí mismo, permaneció, a pesar de las reiteradas solicitudes, al margen de este pigüe mercado artístico.

Fue llamado para realizar numerosos retratos que completaban los salones de efigies de las diversas instituciones locales, volvió también a desempolvar sus viejos bocetos sobre costumbres aragonesas que inspiraron literalmente una convencional serie de retardataria pintura regionalista. Sin embargo, sus resultados como retratista fueron de calidad, incluso cuando tuvo que echar mano del pie forzado de la fotografía. En algunos, en los que no existió esa subyacente y reposada relación afectiva artista-modelo, Marín Bagües la sustituyó por las calidades pictóricas de conjunto, por una entonación cromática simplificadamente estudiada y por las nuevas y ásperas texturas del color aplicado con espátula y a borbotones.

Pero Marín Bagües, ya en su vejez, va a propiciar, siempre en solitario, un último y explosivo cambio cromático de su personal ejercicio de la pintura. Los temas seguirán estando inspirados en el natural, en su mundo circundante que vuelve a redescubrir, olvidando lo anecdótico expresivo, en su esencia misma: en el color, que constituye y relaciona las figuras y objetos entre sí

Y van a ser precisamente los colores de su infancia –amarillos, ocres y blancos calcinados que educaron espontáneamente su retina- los que vuelvan a aparecer en las últimas y significativas obras de su vejez. Sobre todo, los amarillos, de ásperas texturas, como “La Mies”, de idéntico y nervioso hacer que el de Van Gogh, para quien en los años finales de su iluminada locura el amarillo era la entraña misma de las cosas y la imagen creadora de una divinidad platónica y panteista.

Los años de 1946-49 son definitivos para esta última aventura estética de Marín Bagües y, paralelamente, también para los nuevos caminos que va a tomar una parte de la pintura zaragozana.

Marín Bagües va a ser, simultáneamente, protagonista solitario y mudo espectador.

Primero será el hombre, después su pintura y, por último, la pintura de los que le rodean. Con ese diagrama creo que quedan definidas las tres coordenadas en las que se desarrolla la última parte de la obra de Marín Bagües.

Presenta la imagen de un hombre metódico y reservado, de fijos itinerarios urbanos en los que se le ve “abstraido, rígido, ligero, estirados e inmóviles sus brazos, alto, seco, pomuloso. Los que conocemos a Marín Bagües, sabemos que esta figura no es la que corresponde a un carácter hosco. El gran pintor aragonés es de trato afable, sencillo, de voz dulce, va solo porque necesita de soledad, de esa soledad tan necesaria a todo cerebro creador…”. Así lo describió su amigo el periodista Marcial Buj. Así lo veían quienes le conocían.

Como pintor había sido el autor de temas tradicionales, representativas de lo aragonés, inspirados en la realidad del autolimitado entorno del pintor. Castelserás y Leciñena. Pero una realidad entendida siempre de un modo personal, que no dejaría escuela, enriqueciéndola expresivamente con las aportaciones de las vanguardias, paradójicamente, más destructoras de lo figurativo.

En 1946 y 1949 viaja a Sevilla, donde, pintoresquismos aparte que todavía le cautivan, descubre sobre todo el color luminoso de los verdes de los naranjos y de los blancos y ocres de las fachadas. Esto ocurría durante la primavera. En el verano va a Leciñena después de muchos años de ausencia. El 46, como anotará anecdóticamente, fue un año de gran cosecha, de incesantes acarreos de mies, de eras repletas de sol y de garba, fundidos en un solo y deslumbrante color. Esta vez Marín no dibujó, pintó en pequeñas tablitas amplias y expesas manchas de colores ocres y amarillos.

En abril de 1947 tuvieron lugar en Zaragoza tres exposiciones casi simultáneas. Dos colectivas; la del grupo literario-artístico de la peña Nike que reune en la sala del Mercantil al grupo de pintores más representativos  de un arte tradicional, revitalizado por anteriores y personales incorporaciones vanguardistas, y, pocos días después, la primera del recién nacido grupo “Pórtico” que, a partir de esta muestra renovadora de lo figurativo, iniciará una rápida y decidida dirección de vanguardia no figurativa, en primicia para todo el país.

Entre ambas, la individual de Benjamín Palencia en la sala “Libros”, donde expone unos pequeños óleos sobre papel con temas de caniculares trabajos agrícolas en las tierras de la Meseta. Escenas de trilla con figuras reducidas a nerviosas llamaradas de color, trigales y paisajes de arcilla. Todo esto lo vio detenidamente Marín, lo reflexionó e inició sus últimas experiencias cromáticas.

Abandona las anteriores texturas lisas y mates y llena todos los lienzos, retratos , naturalezas muertas y paisajes de abundantes y luminosos empastes con los que modela desde un rostro hasta un objeto íntimo y delicado.

En los cuadros más representativos de esta última etapa, “Exterior de la catedral de León”, “Carrera de Pollos” y “Acarreo de Mies”, resume su personal modo de ver y expresar el natural. Si hasta ahora ha sido con medios literarios realistas, ahora es con el color que agita los planos de la catedral o multiplica en haces los perfiles de las figuras o, por último, adquiere una densidad tangencial en el paisaje y en los carros de mies.

En 1956 la Diputación de Zaragoza rendía homenaje a su pensionado de otros tiempos. En esta exposición antológica estaban resumidamente representados los momentos más fecundos de la vida del pintor como una testimonial demostración de una vocación artística laboriosa, firme, expresada con idéntica tenacidad a pesar de su soledad y sufrimientos, en esta respuesta a una entrevista:

“-Si tuviera que ser otro pintor que no fuese Marín Bagües ¿quién quisiera ser?
-Ninguno. Me costó mucho ser Marín Bagües”

Y le costaba seguir siendo pintor, ahora por os achaques de la vejez, agravados por la frugalidad, casi pobreza, en que vivía, obstinado en no vender obra alguna de aquellas que le habían hecho pintor. Le aterraba la imagen de ver desperdigados sus cuadros entre chamarileros o malvendidos en el Rastro.

En la mañana del 24 de mayo de 1961, después de una larga agonía, fallecía Francisco Marín Bagües en Zaragoza, a los 81 años de edad.

Su obra no se dispersaría. Nombraba como único heredero a su sobrino Ignacio Marín Marín. Los albaceas testamentarios, sus amigos el escultor Ángel Bayod y el abogado Mariano Gonzalvo iniciaban una minuciosa labor de inventario que sería la base de la magna exposición que, como homenaje póstumo organizaría el Ayuntamiento de la ciudad y la Institución “Fernando el Católico”. Tuvo lugar durante el mes de octubre, distribuida entre el Museo Provincial y la Diputación Provincial. Simultáneamente, a propuesta, del entonces director del Museo y teniente de alcalde, Antonio Beltrán, el Ayuntamiento de Zaragoza adquiría las, aproximadamente, dos terceras partes de la obra del pintor, pasando en depósito al Museo, donde se le dedicaría una sala especial.

El 16 de octubre de 1972, el Estudio Goya, sus antiguos colegas y amigos, rendían homenaje a la memoria de Francisco Marín Bagües descubriendo una sencilla lápida en su casa natural de Leciñena.

Hoy, dieciocho años después, volvemos a recordar y, por qué no, recuperar a través de esta exposición antológica la obra y el hacer artístico de un pintor que dedicó toda su vida a Zaragoza y a Aragón.

Esta biografía se ha extraído del Catálogo de la EXPOSICIÓN CONMEMORATIVA DEL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE FRANCISCO MARÍN BAGÜES (1879-1961)

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